Gran parte de mi vida fue mi abuela la que se hizo cargo de la casa. Arrancaba muy temprano a la mañana preparando el desayuno para mi abuelo, después ordenaba y se preparaba para salir. Primero al almacén de Don Luis, volvía a la casa, descargaba el carrito y salía de nuevo a la panadería. Volvía y salía una vez más a la verdulería y a la carnicería sobre la avenida. Si faltaba algo más que no podía conseguir en ninguno de esos lugares, regresaba y partía una vez más rumbo al supermercado.
Hace unos 20 años, se lastimó la pierna y estuvo en cama varios meses. Seguía llevando ella las riendas de la casa, pero yo me convertí en su mensajera. Intentó que yo hiciera los mismos recorridos, a lo que le respondí sin dar ni pedir muchas explicaciones, que saldría una sola vez y haría todas las compras juntas en el supermercado, donde cosa más, cosa menos, se conseguía todo. Mi abue apretó los labios, frunció un poco el ceño pero no me dijo nada. Era mujer de pocas palabras.
Pasó el tiempo y yo armé mi propia familia. Al principio nada cambió demasiado. Pero hace un par de años empecé a notar algo. Mi hija empezó la escuela y el almacén de Don Luis quedaba de pasada. Empezamos a comprar ahí la merienda escolar y en ocasiones especiales, algunas facturas para el desayuno. El barrio empezó a tener edificios nuevos y a la vuelta de casa, en uno de ellos armaron locales en toda la planta baja. De pronto, casi sin darnos cuenta, teníamos una relación cotidiana con toda esta gente: el verdulero que tiene una hijita preciosa con la que mis hijas no pierden oportunidad de jugar cada vez que van, los chicos del kiosco en la esquina que nos saca de apuro cuando nos olvidamos de comprar algo, Don Luis que siempre regala unos caramelos con cada compra, las chicas de la panadería que venden unos criollitos de manteca que son una delicia.
Dejamos de ir al supermercado, salvo para cosas muy puntuales. Me llevó tiempo. Pero un día, bolsas en mano y volviendo a casa mirando el horizonte y su puesta de sol, me di cuenta por qué mi abuela hacía ese mismo recorrido cada día. Eran los negocios vecinos, su gente, el camino necesario para poder comprarles a todos y cada uno de ellos para que el barrio siguiera vivo y creciendo. Siempre vivió pensando en los demás y a mí me llevó casi 20 años entender su mensaje.
[Este es un fragmento de un relato que se publicó originalmente en el sitio de La Eventera en diciembre 2015 y que escribí como un homenaje para ella:
http://eventera.com.ar/un-mercado-como-los-de-antes/ ]
Mi querida abuela falleció el 4 de marzo de 2013, hace casi tres años. La recuerdo especialmente en las cosas simples de todos los días, los mates de la tarde, las compras en el barrio. Cómo la quiero y cómo la extraño. Y cómo confío en que «nos cuida desde la luna», como dice mi hija mayor. En la foto, mi querida abue con mi hija menor, de unos pocos meses, tal vez en la última foto que le sacamos.