Este es el tercero de una serie de artículos que giran alrededor de la palabra, ojalá les guste. Los espero en los comentarios.
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A veces queremos hacer, tanto, que nos bulle la sangre en las venas. Pero no terminamos de decidir el rumbo, o puntualmente qué acción queremos llevar adelante. Queremos estar haciendo, y perdón por el gerundio, pero es que es justamente eso: queremos estar poniendo un gran caudal de energía en el movimiento. Sin embargo cuando el oleaje está bravo, cuando el camino no es el de siempre, cuando no sabemos muy bien ni siquiera qué esperar de nosotras mismas, es difícil decidir el siguiente paso. Creo que en esos casos (pero no viene mal aplicarlo a la vida misma, cotidiana y rutinaria) lo mejor simplemente es no hacer mucho. En cambio, está bueno elegir solo (já, solo) quedarse bien quieta y escuchar. Prestar atención, corrernos de esa tarima en la que construimos el centro de nuestro mundo y escuchar con los oídos, pero también con todo el cuerpo, lo que pasa alrededor. Respirar suavecito para no estorbar el momento, mejor incluso cerrando los ojos, y escuchar.
No sé ni cómo empezó la charla, como otras veces en diversas ferias, seguro fue la nena mirando un libro y después otro, y levantando y dejando el ejemplar de “Mi Abuela”(1) en la mesa cada vez. Me parece recordar que en un cruce de miradas me dijo “es muy lindo” y le agradecí con una gran sonrisa, suelo hacer eso, y ella quizás sintió que abrí una puerta, me gusta pensar que sonreír es siempre una invitación.
―Hace un tiempo, mi abuela comió unas pizzas y se sintió mal y después falleció, ―dijo y se me quedó mirando bien seria.
¿Qué se hace con una declaración así, sencillamente inmensa, entre dos personas separadas (o quizás unidas) por una mesa de libros? Yo decidí devolver una frase inmensamente simple, para sostener la puerta abierta.
―¿Pasabas mucho tiempo con tu abuela?
―Pasaba todo el tiempo con mi abuela, ―su mirada firme en mis ojos. Y siguió una conversación preciosa, en el barullo de la feria, con su vocecita tenue y dulce, que hablaba de una casa grande, de estar ahí siempre, de que su abuela cosía, barbijos y también ropa y cocinaba riquísimo. (Ahí no capté bien las palabras pero se llevó todos los dedos a la boca, les dio un beso y lo arrojó al aire): “Locro”, dijo, cuando le pregunté cuál era su comida favorita.
―Nadie cocina tan rico como las abuelas, ¿no? ―pregunté solo para poder seguir escuchando y le conté que mi abuela me preparaba jugo de naranja, o de pomelo, o a veces de naranja y pomelo mezclados, más un pancito con queso cuando desayunaba con ella. Desde entonces no hay mejores desayunos que los que me recuerdan a aquellos.
―¡Qué rico!, ―dijo la nena cuando le conté un poco para ella y otro poco para mí.
―¿Cómo se llamaba tu abuela?, ―quise saber, para ponerle nombre a ese tesoro de recuerdo.
Abrió la boca decidida pero al momento titubeó. Titubeó con todo su cuerpo y en un segundo sentí como se ensombrecía el patio entero del Cabildo.
―No me acuerdo, ―dijo finalmente.
―Bueno, para nosotras las abuelas no tienen más nombre que el que le damos. ¿Vos, cómo le decías? Yo a la mía la llamaba “Abueeeeeee….”, ―salió otra vez el sol y ella me regaló su risa.
―Abuelita, yo le decía abuelita.
No soy muy de los audiolibros, porque en general me distraigo y la historia queda sonando como un programa de radio olvidado mientras de pronto yo me descubro haciendo otra cosa, o pensando alguna asociación libre que disparó el relato. En cambio, amo la lectura en voz alta. Convidar una lectura y por supuesto recibirla. Con mi compañero cada tanto elegimos un libro para compartirlo juntos en una ronda solo de dos. Nos preparamos un café, nos sentamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro y nos turnamos, un capítulo cada uno. Yo leo, él escucha. Él lee, yo escucho. Escucho con todo mi ser, no hay distracciones, no es una radio olvidada en una esquina de la cocina. Cuando escucho, es la palabra, la historia, brotando desde el corazón del libro, perfumando el aire que respiramos, con su voz, solo para nosotros. Él último libro que leímos así fue “Pluma de ganso”(2), en una edición preciosa de la editorial colombiana Babel, dentro de su colección frontera. Cuenta la historia de Aurora, una nena brasilera que, a comienzos del siglo XX, añoraba el mar porque le prometía la verdad sobre su nombre, y soñaba poder leerlo y escribirlo en una época donde la escuela era privilegio de varones o de ricos.
Cuando la historia es así de hermosa, el desafío es sostener la voz, pausar esa bola de agua que interrumpe, para poder avanzar, palabra a palabra, con cuidado.
―¿Te emocionaste? ―preguntaba Mauri al final de ciertos capítulos, cuando dábamos por concluido el rato compartido. Mis ojos contestaban con toda su verdad.
Y llorar, sin vergüenza y sin pausa, con mocos y todo, cuando me tocó escuchar, con los ojos y con la piel, el final donde Aurora ya no está pero sin embargo su historia queda.
Regalémonos tiempo para compartir lecturas, pidamos que nos lean, escuchemos, que es también una forma de leer.
Además de tiempo, el verano trae otra magia: mi alma peñera se enciende con cada festival donde, con cada huayno, con cada zamba y con cada chacarera que se escapa de la radio o de la televisión, recuerdo esa bifurcación del camino, allá hace décadas, cuando al doblar en el sendero donde vibraba la palabra, dejé la música escapar en la otra dirección. Cada febrero vuelvo a renacer, mi piel escucha, cada febrero vuelvo a despertar. La piel vuelve a tener veintitantos, cuando subí una vez a cantar un aire de chamamé a un escenario de amigos y de pronto alguien me hizo esperar para sumarse a la ronda tocando el acordeón. Casi que me olvido de cantar para poder escuchar esa magia que de pronto estaba sucediendo a mi alrededor. La música tiene ese queseyó, ¿no? es ese milagro único que nos permite poder escuchar con todo el cuerpo. Si me preguntan de qué lado estoy digo del de la alegría, canta José Luis Aguirre ayer nomás, en esa canción bonita que escribió para su barrio(3) y a mí se me enciende un brote de felicidad en lo más profundo. A veces escuchar alcanza. El alma descubre, en esa pausa, que está viva para poder seguir en movimiento. El cuerpo decide, en esa pausa, en qué dirección debe dar el siguiente paso.
A veces escuchar alcanza. El alma descubre, en esa pausa, que está viva para poder seguir en movimiento. El cuerpo decide, en esa pausa, en qué dirección debe dar el siguiente paso.
- Les comparto la versión audiovisual de este pequeño librito álbum, dedicado a las queridas Abuelas de Plaza de Mayo en general y a Sonia Torres en especial: https://youtu.be/q17ORhUPUsA?si=fk989UY_TXDab1Se
- “Pluma de ganso”, de Nilma Lacerda, colección Frontera, Editorial Babel, 2da. edición, 2012.
- Comparto la canción con la que se despidió de su presentación en Cosquín 2024, “Canción bonita para mi barrio”: https://www.youtube.com/live/6RIKI25eNek?si=xI8hbXNBSUUa2GSh&t=5107
Este es el tercero de una serie de artículos alrededor de la palabra, que han sido publicados primero en tierramedia.com.ar
Este en particular, en la edición del 10 de febrero de 2024, https://www.tierramedia.com.ar/l/escuchar-o-dejar-que-la-palabra-nos-emocione/
3 respuestas a «Escuchar o dejar que la palabra nos emocione»
¡Qué precioso artículo, Barbi!
La aventura de leer🤍
Y la versión audiovisual de Mi abuela con ese rumor de marcha de fondo…conmovedor.
Por más artículos así.
Raquel
Gracias querida Raquel 💜
Para mí es una experiencia hermosa ir pensando a lo largo de los días cómo relacionar lo que voy leyendo, lo que voy viendo y escuchando, cómo esas ideas van articulándose y asociándose. Hasta que llego a tener una idea de escritura. Y cómo disfruto escribir. Gracias por tu hermoso comentario.
💕